Fueron los Apóstoles quienes, en la intimidad de la Última Cena, recibieron el don de la Eucaristía de parte del Señor, pero estaba este don destinado a todos, para todo el mundo. Es por esto que debía ser la Eucaristía proclamada y expuesta a la vista. (Benedicto XVI, 2007)
Todos los domingos, una hora antes de la Santa Misa de la tarde, el Señor es expuesto en el Altar Mayor para la adoración de todos los fieles.
La adoración es el culto debido a Dios y solo a Él, porque Él es Dios y nosotros sus creaturas. Adorar implica el reconocimiento de la gloria y la majestad de Dios. Adorar es también dejarse abrazar por Dios. Es penetrar en el misterio del amor de Dios, que es su intimidad más profunda, y dejarse penetrar por su amor. Adorar es entablar un diálogo de amor en el silencio del corazón con nuestro Creador y Salvador.
¿Y por qué adoramos? Porque es Dios… «Al Señor tu Dios adorarás y solo a Él rendirás culto» le responde Jesús al demonio en el desierto, cuando el demonio pretendía para sí la adoración. Si no adoramos a Dios acabaremos adorando al demonio y al mundo.
Todo católico adora a Dios en la Eucaristía, porque cree y sabe que la Eucaristía es el sacramento de la presencia de Jesucristo. Adorando a Jesucristo en la Eucaristía somos abrazados por el amor de Dios y penetramos el secreto de su amor presente tras los velos eucarísticos. La adoración debe llegar a fundirse en el amor. El alma entra en un coloquio de amor inefable, que no se expresa en palabras y es transformada. A amar se aprende adorando.
(Extractos de «Al Señor tu Dios adorarás y solo a Él darás culto». ADADP)